La mentira perfecta

Aquel hombre necesitaba decir una mentira. Era una mentira muy importante, no podía permitir que nadie la descubriese. Se puso a trabajar entonces, decidido a elaborar una mentira sólida, creíble e impenetrable.

El trabajo se dividió en dos etapas. Los primeros días se concentró en el planteamiento central de la mentira. Pasó muchas horas dedicado a encontrar las palabras y el tono adecuados, a justificar las motivaciones de lo que iba a decir, a estructurar la idea de la forma más realista posible.

La segunda parte del trabajo consistió en encontrar los puntos débiles de la mentira y eliminarlos. Anticipó todas las preguntas que puedieran poner en peligro la credibilidad de lo contado, y preparó una respuesta cónsona con la mentira central para cada una de ellas. Después de esta primera capa de protección, el hombre reparó en que a su vez, estas respuestas podían generar otras preguntas, y que debían ser igualmente identificadas y sus respuestas preparadas. El hombre repitió este proceso hasta que cada ramificación alcanzó una verdad como respuesta. Él pensaba que ahí residiría la fortaleza de la mentira que estaba construyendo: unos cimientos de realidad.

Después de varias semanas de arduo trabajo, el hombre decidió que la mentira estaba terminada. Una gran mentira, bien planteada, entretejida en una red de pequeñas mentiras que servían para sostenerla, que a la vez se apoyaban en verdades.

¡Qué orgulloso estaba de su trabajo! Estaba seguro de que no hubo jamás una mentira mejor preparada. Cuando llegó el día en que tenía que decirla, el hombre no titubeó. Siguió exactamente cada uno de los pasos previstos, con la seguridad de quien ha ensayado algo muchas veces. Surgieron algunas preguntas, y todo el mundo creyó en las respuestas tan minuciosamente preparadas. El hombre había tenido éxito: había logrado engañar a mucha gente.

Y el éxito no solo se midió por la cantidad de gente que creyó en la mentira, sino por el tiempo que esta gente lo creyó. Pasaron muchos años, y la mentira seguía firme, sin ninguna fisura. El hombre estaba muy satisfecho, su duro trabajo había dado muy buenos frutos.

Llegó entonces el día en que el hombre sintió necesidad de reconocimiento. Se estaba haciendo viejo, y temía morir sin que nadie se enterara jamás de la calidad de su trabajo. Deseaba que la gente admirara su obra, que reconocieran su arte, que se extasiaran ante la perfección alcanzada.

Lo paradójico era que para lograrlo, tenía que destruir su creación.

Unos años antes habría sido incapaz de tal cosa, pero ahora entendía que tenía que hacerlo si quería pasar a la posteridad. Si no mataba a su mentira, ella viviría eternamente, pues nadie podría descubirla jamás. Pero si la mataba, sería él quien perduraría en la mente de las generaciones futuras, como el creador de la mentira perfecta.

Y así lo hizo. Un día contó la verdad. Fue desbaratando pieza a pieza la estructura que se había mantenido firme por tantos años. La mentira estaba tan bien arraigada, que fue muy difícil hacer que la gente dejara de creer en ella. Cuando finalmente todo el mundo aceptó que se trataba de una mentira, reconocieron de forma unánime que era la mejor mentira jamás gestada. Y, como era de esperarse, nadie creyó nunca más en la palabra de aquel hombre.

El hombre murió solo, varios años después, convencido de que mucha gente conocería su hazaña. Su nombre y la mentira perfecta se han olvidado, pero hoy al menos una persona más ha conocido la historia de aquel hombre que necesitaba decir una mentira.

No hay comentarios: